
Paul Jourdy (1805-1856) - Homer Reciting His Verses, 1834 ® RMN-Grand Palais /Dist. Foto SCALA, Florence
Paul Jourdy (1805-1856) - Homer Reciting His Verses, 1834 ® RMN-Grand Palais /Dist. Foto SCALA, Florence
Solomeo, 30 de diciembre de 2022.
En estos días de fin de año, durante los cuales cada uno de nosotros, en la serenidad del corazón echa la vista atrás, hacia el pasado reciente y lejano, y hace un balance; en esta época serena del año, cuando escudriñamos el horizonte en pos de un futuro radiante, mi pensamiento se dirige hacia vosotros, los jóvenes. Os quiero entrañablemente y a todos os veo con los ojos de un padre y de un hombre que siempre piensa con el alma proyectada hacia el futuro. Para mí, sois como la sal de la tierra, adultos y centinelas del mañana, merecedores de vivir persiguiendo la felicidad, como todos los demás seres humanos. Vuestros ojos son luminosos y rebosan de energía a manos llenas: siempre reconozco algo en vosotros, que va desde la alegría hasta la esperanza, y en parte, a veces, también pasa por la decepción. El fluido que emanan vuestros ojos es tan vital que, aun cuando me encuentre sumido en el trabajo, instintivamente, de inmediato, dejo de lado la forma usual por la insólita y os hablo con la sencillez que une el hermano al hermano. A vuestra edad, yo no era muy diferente de vosotros. Hoy soy un hombre que siguió su sueño especial. Soy una persona que al, mismo tiempo, convirtió en realidad el sueño antiguo, que nació de la mirada brillosa de mi padre humillado en su trabajo, el sueño de vivir humanísticamente para conmigo mismo y con los demás.
Eso, pienso a menudo, vuelve noble mi intención. Por tanto, a veces, cuando estamos juntos en algún acto público, mirando fijamente vuestros ojos, sin desviar la mirada un instante, me agrada hablaros de mi vida, deciros que hoy considero que mi pobreza infantil fue un don y no una condena, que en aquella pobreza no nos faltaba de nada: ni de comer ni, ante todo, la felicidad. Esa felicidad era la riqueza verdadera. Todos los días la volvía a encontrar en la belleza de la naturaleza: los amaneceres blancos como lirios, los cielos deslumbrantes de un color azul celeste y rojizo, los primeros rayos del sol que secaban lentamente el rocío plateado, el murmullo musical de la lluvia en el bosque, la noble sucesión de las estaciones del año.
A menudo os digo que la riqueza no es un peso ligero que acarrear, como puede parecer. Solo si la sabemos transformar en don es aceptable para el hombre justo. Quizá os topéis con el dolor en la vida. Desdichadamente, es como un enemigo insidioso que nos aguarda a todos escondido en el mañana. Pero al mismo tiempo el dolor, como enseñan tantos sabios de ataño, es un don. Y, como dijo Oscar Wilde en particular, que fue su compañero durante más de dos años en la prisión de Reading, «es la más sensible de todas las cosas creadas».
Vuestra juventud me conmueve, cuando os hablo de la utilidad de mirar el mundo con los ojos de los justos. Si no sabéis mirar en lontananza, no encontraréis muchas razones para vivir una vida verdadera. Pero la mirada es el morral de todas las vidas que gozan de una felicidad duradera y es uno de los dones más preciados que recibió la humanidad. Lo sabía León Bautista Alberti, quien convirtió el ojo alado en su blasón de artista. La mirada está hecha para llegar lejos, lo más lejos posible, observando fijamente el horizonte, como Alejandro Magno de niño, cuando transcurría largas horas a orillas del mar. Los ojos escrutaban el infinito y el corazón se lanzaba más allá de la trémula línea azul celeste que separa el cielo del agua, imaginando esas tierras que pronto conquistaría para unir las culturas más imponentes del mundo conocido en aquel entonces. Mirando a lo lejos, mis queridos jóvenes, podréis imaginar y plasmar sueños bellos. Tendréis el sentido del tiempo, que nunca lleva prisa cuando desea conseguir grandes objetivos. De ese tiempo que es muy poca cosa cuando lo medimos en años o en lustros, pero que comienza a volar alto, cuando sus dimensiones de convierten en uno o varios siglos. Y al pasar de los sueños a los ideales, mirad el cielo. Amad el arte, amad la belleza, porque en ellos reside la verdad que une el alma al mundo real. Rehuid la ira, que llena de escombros los caminos del alma e impide que el cielo derrame sus maravillas sobre ella.
Hasta hoy, también por culpa de los padres que os hemos transmitido la idea del trabajo casi como un castigo por no haber estudiado, habéis vivido, a veces, una vida con la esperanza levemente empañada. Este es el momento de encaminarse hacia una nueva visión: no es fácil ser el dueño de la propia alma, pero vosotros formáis parte de quienes lo saben hacer. En ese instante, cuando os conmuevan los pétalos rojo fuego de una amapola o el aroma de una fruta madura alrededor de la que zumban las abejas, cuando el viento que sopla a su antojo os parezca un Mercurio que llega desde tierras lejanas para anunciaros algo y que su paso es la música más dulce, estaréis en el estado bendito de la esperanza y del mundo resplandeciente que os aguarda. Leed los libros: como pensaba el emperador Adriano, fundar bibliotecas es como construir graneros públicos. No es necesario estudiarlo todo. Si el libro es un libro de verdad, de esos donde quien vivió con espíritu humano narra su verdad con palabras sencillas, o como los que contienen la sabiduría de los pueblos antiguos, abridlos al azar, todas las mañanas de vuestra bella juventud y, más adelante, a lo largo de toda vuestra bella vida, y leed al máximo doce renglones sobre los que recaiga vuestra mirada. Es una forma deliciosa y fecunda de comenzar el día. Y no os olvidéis de que junto a la inteligencia del estudio siempre está la inteligencia del alma.
Que vuestros errores no os provoquen un miedo excesivo: son errores de todos, porque las caídas nos permiten volver a ponernos en marcha hacia la grandeza. No os avergoncéis si lloráis. Como dijo una vez el gran piloto automovilístico Ayrton Senna, las lágrimas son la gasolina del alma. Recordad que un solo gesto noble nos libera de más de un error. Nunca os sintáis mejores que los demás porque en todos nosotros siempre hay espacio para grandes ideas. Sed indulgentes con el prójimo, en los afectos familiares, en el estudio, el trabajo, en vuestra vida sentimental, porque el estar siempre demasiado concentrados en nosotros mismos vuelve incierto el camino correcto. La felicidad no consiste en poseer lo que amamos, sino más bien en amar todo lo que es digno de amor.
¡Que la Creación os proteja!