
Solomeo, 9 de noviembre de 2020.
Nací en una modesta familia de campesinos. Allí, donde las estrellas brillan más intensamente, entre la vigilia y el sueño, es más fuerte el sentimiento de la creación. Sentíamos que el universo resonaba en nuestros cuerpos. Percibíamos intuitivamente las grandes reglas de su armonía. En la vida, siempre he deseado colocar la ética y el respeto por la dignidad humana entre los ideales más elevados. Con dicha aspiración, procuré generar mi trabajo de empresario de la cachemira, prestando la mayor atención posible para que la producción no causara daños en la creación, conservando una armonía constante entre las ganancias y el don.
Adoro la filosofía y leyendo a Kierkegaard, constaté que los seres humanos son, al mismo tiempo, únicos y universales. Eso, para mí, es un gran valor. Siempre creí en el humanismo, en cuanto elemento del universo, al igual que algunos grandes hombres del pasado, desde Dante hasta Galileo. Cada uno, en el discurrir de sus vidas, conjugó el humanismo con la espiritualidad y la ciencia. Creo que es imposible vivir sin humanismo. Por ello, lo convertí en el amigo más fiel de mi alma: de él traté de extrapolar mi idea de capitalismo humanista, mientras que, del recuerdo de los cielos estrellados de mi infancia, nace la idea de humanismo universal.
Precisamente, el encanto de esa vida juvenil y el sentido del infinito me inducen a pensar en la creación como en un guardián diligente, con el que todos estamos en deuda por los dones dorados que recibimos con generosa abundancia. Le estoy profundamente agradecido.
Pero desde hace un tiempo, este año, se unió a nuestra vida un compañero de viaje inesperado e indeseable que, en forma de virus pandémico, recorre todo el planeta provocando dolor en el cuerpo y el espíritu de los seres humanos, con una evolución impredecible y extenuante: ora lentamente, ora acelerando, ora leve, ora cruel, hace que la esperanza vislumbrada se alterne con la decepción.
Parecería como estuviéramos ante una especie de lucha entre la biología y la tierra. Y no termina. Hasta que, por último, la propia creación nos pide ayuda. Ahora, creo que nos corresponde a los seres humanos responder a esa petición tan importante y urgente, en cuanto imperativo moral. Y pienso en una especie de nuevo contrato social con la creación.
El contrato social es una idea antigua, que se remonta a Platón y Aristóteles. En tiempos más cercanos a los nuestros, a Thomas Hobbes y John Locke. Y, por último, a Rousseau, quien le dedicó un libro. El contrato que yo me imagino es nuevo, porque no se refiere sólo a los seres humanos, sino que incluye a todos los demás elementos de la creación. Las montañas lejanas, los bosques profundos y umbríos, los mares inmensos e inquietos, los cielos azules y estrellados bajo los cuales los animales y las plantas conviven en una armonía incesante. Yo los veo, junto a los seres humanos, como los factores que integrarán el nuevo contrato. Me los figuro, en su conjunto universal, como un paraíso terrenal de nuestra época, un espacio encantado y sagrado a la vez, sin fronteras, que despliega sus alas hasta los recovecos más lejanos de la creación.
Sin embargo, quizás últimamente hayamos pasado por alto algunas reglas naturales que, durante mucho tiempo, fueron el verbo de un tipo de vida genuino y verdadero. Tal vez, hayamos perdido la armonía que equilibraba el dar y el recibir en las relaciones con la creación. Quizá hayamos comenzado a agotarla, en lugar de usarla conforme a las necesidades naturales y primordiales, como predicaba Epicuro. Y como hicieron, antes que nosotros, cientos de generaciones anónimas.
Por ello, si ahora examinamos nuestros corazones con el valor de la verdad; si, con arreglo al pensamiento de Kant, miramos al cielo e interrogamos la ley moral en nuestros corazones, reconoceremos que fuimos hijos pródigos. Y, entonces, como en una confesión pública coral, que incluiría a la mayoría de nosotros, reconoceremos que, si la creación hoy nos pide ayuda, quiere decir que nosotros también somos responsables de sus penas.
Pensemos en nuestros hijos, en las generaciones futuras, que por sobre todas las cosas, son la esperanza del mañana. Pensemos en el mundo que les dejaremos en herencia y que deberá ser un poco mejor que este. Pensemos en el legado del pasado. Sin el mismo, como enseñan los filósofos, no hay futuro. Si olvidamos las enseñanzas del pasado, ¿cómo podremos orientarnos por los caminos seguros de la justicia moral? Con los jóvenes estamos en deuda, me parece. Les debemos un tiempo que les arrebatamos, unas esperanzas que siguen a los ideales. Sus ojos jóvenes siguen buscando los nuestros, que a menudo esquivan la mirada. Porque no nos es fácil responder con una mirada tan directa y sincera como la de ellos.
Asimismo, pensando con temor amoroso en las nuevas generaciones, imagino el nuevo contrato social con la creación, porque desearía que los hijos de los seres humanos de hoy tengan la posibilidad de volver a vivir en un planeta donde los animales, las plantas y las aguas encuentren el tiempo y el lugar para regenerarse: según la naturaleza, con esos ritmos largos y serenos que han jalonado el tiempo de la historia humana durante milenios. Un tiempo y un lugar, donde los bosques vuelven a reconquistar la tierra, arrebatándosela a los desiertos, reanimando el planeta con oxígeno y frescura.
Así, me gusta soñar que las generaciones futuras podrán vivir donde sientan que están en su patria. Que podrán elegir el mundo entero libremente. Y, sobre todo, si logran considerar que las grandes migraciones de pueblos son una oportunidad y no un peligro; si la idea de reparar y volver a usar los objetos predomina en ellos, en vez de caer en la tentación de desecharlos; si consideran que el Estado y las leyes no son obligaciones impuestas sino formas de vida civilizada, que hay que acatar para que la vida sea más justa; si logran desarrollar la tecnología y la humanidad como hermanas amables, si cada rincón del planeta se considera patrimonio de todos y cada uno de nosotros y, por último, como pensaba el emperador Adriano, si aprenden a considerar los libros como los graneros del alma, serán felices. Este es el contrato social que me gustaría celebrar con la creación. Esta es la ayuda que quisiera dar como respuesta amable a un guardián tan considerado. Gracias. Que la creación ilumine nuestro camino.